En la Trilogía Niño Robado hay muchas leyendas, tradiciones y símbolos celtas que también fueron estudiados e incorporados por Tolkien a su universo. En concreto, el viaje de Brendan (narrado en la tercera parte, "Las espaldas de la tierra") está basado en el género de poemas épicos de la Irlanda antigua conocidos como Imramma, donde los héroes (como Oisín de los fianna) cruzaban el mar hacia "La Tierra de los Jóvenes" o la "Llanura del Placer" o "de la miel". Más tarde estos viajes se trasladan al ciclo artúrico (Avalon) y también al cristianismo celta (Brendan el Navegante).
Aquí está el poema de Tolkien (Notion Club Papers, 1945), donde se aprecian los símbolos que luego marcarán su mitología: la Nube (el Monte del Destino), el Árbol blanco (de Gondor o los dos de Valinor) y la Estrella (de Eärendil). La traducción desde el inglés es mía:
Al fin regresó de los mares profundos
y la niebla alcanzó la orilla;
bajo una luna velada se alzaban las olas,
mientras el cargado barco le traía
de vuelta a Irlanda, al bosque y al pantano,
a la torre oscura y gris,
donde el tañido de la campana de Cluain-ferta
sonaba en la verde Galway.
Donde el Shannon baja hacia Lough Derg
bajo un cielo encapotado
San Brendan llega al final de su viaje
a esperar la hora de su muerte.
“¡Oh! Dime, padre, porque te amé bien,
si todavía tienes palabras para mí
de cosas extrañas y recuerdos
en el gran y solitario mar,
de islas profundamente hechizadas
donde habita el pueblo de los Elfos:
en siete largos años,
¿encontraste el camino al Cielo o la Tierra de los Vivos?”
“Las cosas que yo he visto, las muchas cosas,
tiempo ha que se desvanecieron;
solo tres de ellas regresan con claridad:
una Nube, un Árbol, una Estrella.
Navegamos un año y un día y no hallamos
ni campo ni costa alguna;
ni barco ni pájaro avistamos
por cuarenta días y diez más.
No hubo atardecer ni aurora,
sino una nube oscura al frente,
y resonaba como un trueno acercándose
y su brillo era de un rojo rabioso.
La nube se levantó del mar y vimos
una escarpada montaña sin orillas;
sus laderas eran negras por la marea tétrica
hasta el rojo forro de su capucha.
Ni capa de nube, ni humo plomizo,
ni tormenta de truenos inminentes
he visto nunca en el mundo de los hombres
como aquella junto a la que pasamos.
Dimos la vuelta y dejamos a popa
el rumor y lo nublo;
y la nube humeante se rompió
y entonces vimos la Torre Maldita:
en su cabeza de cenizas, una corona roja,
donde los peces llameaban y caían.
Alta como una columna de la sala del Cielo,
sus pies tan profundos como el Infierno;
anclada en abismos las aguas se hundieron
y se enterraron hace tiempo,
y permanecen, supongo, en tierras olvidadas
donde yacen los reyes de los reyes.
Seguimos navegando hasta que falló el viento,
y luchamos entonces con los remos,
y el hambre y la sed nos torturaron con dureza
y dejamos de cantar nuestros salmos.
Una tierra al fin, de orilla plateada,
Hallamos, cuando ya desfallecíamos;
las olas cantaban en cuevas porticadas
y las perlas alfombraban nuestro paso;
y las orillas empinadas se encaramaban
en laderas de verde y oro
y un arroyo surgió
de un bullente y rico desfiladero de sombra.
A través de puertas de piedra remamos apurados
y dejamos atrás el mar;
y el silencio era como rocío caído en la isla
y parecía sagrada.
Como una copa verde, profunda y rebosante de verde,
que con vino llenara un sol blanco
era la tierra que hallamos y vimos también que había
en un claro entre colinas
un árbol más claro
de los que nunca imaginé en el Paraíso;
su pie era tan grande como la raíz de una torre,
su altura más allá de los ojos de los hombres;
tan anchas sus ramas que la más corta
podría proyectar una sombra de un acre,
y crecían escarpadas como nieves de montaña
las ramas grandes y fuertes;
y tan blancas como el invierno
eran a mi vista sus hojas,
parecían más bien plumas de cisne
de tan largas y suaves y tan claras.
Pensamos entonces, quizás, que como un sueño
el tiempo había pasado
y nuestro viaje llegado a su fin;
y no albergamos esperanzas de volver.
En el silencio de aquella isla vacía,
en su quietud, cantamoslo
hicimos suavemente, pero el sonido
ascendió rampante como un órgano.
Tembló el árbol desde la corona al tallo;
desde sus miembros, las hojas, en el aire,
como pájaros blancos huyeron en vuelo
dejando las ramas desnudas.
Desde lo alto del cielo resonó
la música, no de un pájaro,
no la voz de un hombre, tampoco la de un ángel;
pero quizás hay una tercera
bella gente en el mundo que habita
más allá de la tierra conocida.
Mas abruptos son los mares y profundas las aguas
más allá de la Orilla del Árbol Blanco”.
“¡Oh! Quédate conmigo, padre! Pues aún hay más por decir.
Porque de dos cosas me has hablado:
el Árbol, la Nube; mas me nombraste tres.
¿La Estrella que recuerdas en tu mente?”
“¿La Estrella? Sí que la vimos, alta y lejana,
en la encrucijada,
una luz en el filo de la Noche Extrema
como plata incandescente,
donde el redondo mundo se sumerge abrupto,
pero prosigue el camino viejo,
donde un puente invisible se sostiene en los arcos
de costas aún ignotas”.
“Pero dicen los hombres, padre, que al final
estuviste donde ningún otro hombre.
¿Podrías hablarme tú, padre querido,
de la última tierra que encontraste?”
“En mi mente aún puedo ver la estrella,
y la encrucijada de los mares,
y el aliento tan dulce y ansiado como la muerte
que nació de la brisa.
Pero dónde se abrieron esas bellas flores,
en qué aire o tierra se nutrieron
las palabras más allá del mundo.
Si buscas conocerlas,
en un barco, hermano, deberás partir
y batallar con el mar,
y encontrar por ti mismo fuera de la mente:
no podrás aprender de mí nada más”.
En Irlanda, bosque y pantano,
en la torre alta y gris,
el tañido de la campana de Cluain-ferta
sonaba en la verde Galway.
San Brendan llega al final de su viaje
bajo un cielo encapotado
y viaja al lugar del que no vuelven los barcos
y sus huesos yacen en Irlanda.
The Notion Club Papers: History of Middle Earth, vol. 9.
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